Por Vidal Mario*- En el barrio del Albaicín, en la calle Cuesta de Santa Inés Nº 6, de Granada (España), está “El Palacio de los Olvidados”. Es un museo donde están expuestos los antiguos instrumentos de tortura que utilizaba la tristemente célebre Inquisición. tribunal eclesiástico que también era conocido como Tribunal del Santo Oficio.

La historia de ese tribunal eclesiástico que también era conocido como Tribunal del Santo Oficio, puede resumirse de la siguiente manera:

Desde los tiempos del papa Inocencio III (responsable de la masacre de centenares de cátaros albigenses en Francia), no ser católico era considerado un crimen de lesa majestad.

Como según la Iglesia pensar distinto era un delito religioso, en el año 1229, con la misión de descubrir brujas, hechiceros y herejes para llevarlos a la justicia terrenal y divina, durante el Sínodo de Toulouse (Francia) se creó un organismo represor denominado Tribunal de la Inquisición.

Así consignaba el documento fundacional la misión que iba a cumplir dicha institución eclesiástica:

“En cada parroquia de la ciudad y fuera de ella, los obispos designarán a un sacerdote y a dos o tres laicos, o más si es necesario, de reputación intacta, que se comprometan por juramento a buscar asidua y fielmente a los herejes que vivan en su parroquia.

Visitarán minuciosamente las casas sospechosas, las habitaciones y cuevas y lugares más disimulados, que deberán ser destruidos si descubren herejes o personas que prestan apoyo, favor, asilo o protección a los herejes; tomarán medidas para impedir que huyan, y los denunciarán lo antes posible al obispo y al señor del lugar o a su lugarteniente.

Los señores temporales harán buscar con cuidado a los herejes en las aldeas, las casas y los bosques donde se reúnen, y harán destruir sus cobijos”.

Misión: acabar con la herejía

La Iglesia sostenía que tenía el sagrado deber de acabar a toda costa con la herejía. Fiel a ese pensamiento, el 15 de mayo de 1252, Inocencio IV lanzó la Bula Ad Extirpanda autorizando la tortura como método para arrancar confesiones.

Se creía que la tortura era la única manera de evitar que las fuerzas del mal se expandan.

La iniciativa de Inocencio IV fue confirmada por Alejandro IV el 30 de noviembre de 1259, por Clemente IV el 3 de noviembre de 1265, y por muchos otros papas que les siguieron a estos.

Se la utilizó durante siglos, e incluso se la exportó a las colonias españolas de América.

En uno de sus libros, el escritor brasileño Paulo Coelho rescató una carta escrita en Córdoba (España) el 11 de julio de 1492, firmada por un tal F.T.T.,O.P. Dice, entre otras cosas:

“Se ha dicho que la tortura fue instituida por el tribunal del Santo Oficio. ¡Nada más falso! Todo lo contrario: cuando el derecho romano admitió la tortura, la Iglesia inicialmente la rechazó. Pero ahora, apremiados por la necesidad, la hemos adoptado, ¡pero su uso es LIMITADO! El papa permitió –pero no ordenó- que en casos excepcionales se aplique la tortura. Sin embargo, este permiso se restringe exclusivamente a los herejes. En este tribunal de la Inquisición, tan injustamente desacreditado, todo su código es sabio, honesto y prudente.

Después de cualquier denuncia, siempre les permitimos a los pecadores la gracia del sacramento de la confesión antes de volver para afrontar el juicio de los Cielos, donde secretos que no conocemos serán revelados. Nuestro mayor interés es salvar esas pobres almas, y el inquisidor tiene derecho a interrogar y a prescribir los métodos necesarios para que el culpable CONFIESE. Es entonces cuando interviene, a veces, la aplicación de la tortura, pero sólo de la forma indicada anteriormente”.

La Iglesia pedía la muerte en la hoguera para las pobres víctimas del demonio y, luego, las ejecuciones corrían por cuenta del Estado.

Algunas víctimas eran personas que nadie creería que podían ir a parar en la hoguera. Fue el caso de Giordano Bruno, respetado como un Doctor de la Iglesia, pero quemado vivo en el centro de Roma por no adherir a las ideas que el Vaticano imponía.

Existe una estatua suya en el lugar donde fue asesinado por sus “aliados”. Sus asesinos desaparecieron del mapa, pero él no. Su pensamiento sigue teniendo vigencia en el mundo de las ideas. Venció porque los que lo juzgaron fueron los hombres, no Jesús.

En España, uno de los más notables inquisidores fue un sacerdote a quien el papa Inocencio IV ordenó “suprimir con la espada” a los cátaros franceses. Ese cura era Domingo de Guzmán, “el martillo de los herejes”, creador de la orden de los dominicos y del Rosario.

Sobre su función de inquisidor, en el Museo del Prado (Madrid) hay un cuadro que vale más que mil palabras.

Lo pintó en el año 1495 el artista Pedro Berruguete, por encargo de otro célebre inquisidor: Tomás de Torquemada.

En el cuadro, se lo ve a “santo Domingo”, sentado en una especie de trono, presidiendo y bendiciendo una quema pública de herejes.

Los “autos de fe”

El Tribunal de la Inquisición se manejaba con los libros Directorium Inquisitorum y Malleus Maleficarum. Este último libro era conocido en español como “El martillo de las brujas”.

El primero era una especie de código de conducta que hablaba de las raíces de la fe cristiana, la perversidad de los herejes, y la forma de distinguir una cosa de la otra.

El segundo era una detallada investigación sobre la conspiración universal para volver al paganismo, sobre las creencias en la naturaleza como única salvadora, sobre las supersticiones que afirman que hay vidas pasadas, sobre la condenada astrología y sobre la todavía más condenada ciencia que se oponía a los misterios de la fe, llegando al grado de afirmar que la Tierra era redonda y giraba alrededor del sol.

Ese mismo libro señalaba que el demonio sabe que no puede trabajar solo, por lo que necesitaba de los científicos y de las brujas para seducir y corromper el mundo.

Las sentencias se pronunciaban en público durante los “autos de fe” que se realizaban en las plazas como si fueran una gran fiesta popular. Generalmente comenzaban con una misa en latín celebrada por el inquisidor, quien, en su sermón, amonestaba a la gente sobre las terribles penas que les aguarda a los culpables de herejía.

Los nobles acudían con sus trajes más llamativos y se sentaban en sillas especiales de la primera fila.

Los condenados, con los brazos atados puestos hacia atrás eran ayudados a subir a un carro empujado por bueyes, para ser conducidos hacia la hoguera que luego se encenderá en medio de la plaza.

Si el condenado pedía perdón por sus pecados y la absolución, un sacerdote escuchaba una vez más su confesión y su predisposición a entregar su alma a Dios. Y se le concedía el beneficio de ser estrangulado con una cuerda atada alrededor del cuello y pasada por detrás de la estaca.

Sólo se quemaban los cadáveres de los arrepentidos. Los que insistían en su inocencia, eran quemados vivos.

Tan espantosa máquina para suprimir la libertad religiosa de los hombres, fue realmente única en la historia.

(*) Periodista, escritor, historiador.


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