Que el mes de septiembre sea “Mes de la Biblia”, obedece a dos específicas razones:
A que el 26 de septiembre de 1569 terminaron de imprimirse en Suiza 260 ejemplares en idioma español de la Biblia, obra del pastor protestante Casiodoro de Reina.
Y a que el 30 de septiembre es el día de San Jerónimo (“El Martillo de los Herejes y Cismáticos”), traductor de la Vúlgata Latina, durante siglos la Biblia oficial de la Iglesia Católica Romana.
La Biblia es un conjunto de libros que tienen por protagonista central a Jehová, “El Señor”.
Éste era (lo sigue siendo) una divinidad creada por los hebreos en tiempos ren que estos eran todavía unos ignorantes y rústicos pastores.
Lo pintaron como un Dios celoso, vengador, castigador y colérico que desde su trono ubicado en algún lugar del vago cielo siempre está dispuestos a destruir a los desobedientes.
Empezando en el Génesis y terminando en el Apocalipsis, es una ficción violenta y fantasiosa, a veces matizada con bellos pasajes como “El Cantar de los Cantares”.
Desde el punto de vista de la fe, es Palabra de Dios, inspirada por Dios mismo, pero desde la perspectiva del pensamiento, la razón y la historia, por estar llena de leyendas, mitos, errores y ficciones no tiene la más mínima posibilidad de que sea Palabra de Dios.
No es un libro de historia, sino de fe. Algo en el que uno simplemente debe creer o no creer.
Un historiador (un verdadero historiador) mira especialmente al “Nuevo Testamento” como lo que es: un ejemplo de manipulación de la historia para beneficio de determinados intereses.
En realidad, toda la Biblia, tal cual está hoy, es un producto de equivocadas traducciones, reelaboraciones, añadiduras, mutilaciones y muchos episodios inventados.
La Biblia en la oscuridad
Durante la Edad Media, a la que también se hace referencia como “la edad del oscurantismo”, sólo había dos traducciones de la Biblia: la griega, llamada también “de los Setenta”, y la “latina” o “vúlgata”, traducida por San Jerónimo en el siglo IV d.C.
Respecto de esta última versión, la Iglesia católica afirmó lo siguiente: “San Jerónimo, martillo de los herejes y cismáticos, tradujo con admirable fidelidad y gracia del cielo los libros del Antiguo Testamento del original hebreo a la lengua latina”.
Lo extraño fue que, desde la propia Roma, capital del Imperio católico, se prohibió que la clase popular tenga acceso a la “Palabra de Dios”, prohibición que duró siglos.
En concilios como el de Tolosa, en el año 1229, “para evitar interpretaciones heréticas como la de los cátaros”, bajo pena de severo castigo se prohibía a la gente común leer la Biblia en su idioma.
Leerla estaba reservada sólo al clero. La masa católica únicamente podía leer la vida de los santos, el salterio, el breviario y el “libro de horas”, que contenía rezos litúrgicos para las distintas horas del día.
En síntesis, sólo podían circular libros de liturgia, y únicamente en una lengua muerta, el latín.
Tanto el imprimir la Biblia en el lenguaje común del ciudadano como el hacerla circular clandestinamente eran delitos imperdonables.
Para los infractores, la Iglesia instituyó penas que incluían condenas a prisión perpetua, e incluso la ejecución pública.
Entre los ejecutados más famosos figura el teólogo y filósofo Jan Hus, quemado en la hoguera en el año 1410 tras ser condenado por herejía en el concilio de Constanza.
Triste fue también el caso del monje dominico Jerónimo Savonarola, condenado a morir en la hoguera por un tribunal de la Inquisición.
Y así murió, quemado en medio de la plaza de Florencia, en el año 1498.