El espejo de Francia

10 de febrero 2025

Por Vidal Mario*

Un día, mientras estudiaba en la Universidad de Córdoba, el joven José Gaspar Rodríguez
de Francia recibió la peor noticia: había sido, engañado, traicionado, por un amor que
había dejado en Asunción.

“Lo importante no es lo que te pasa, sino cómo lo tomas”, expresa un viejo dicho, y Francia
lo tomó de la peor manera.

El golpe fue tan duro para su corazón y su cerebro que cayó en una neurosis misógina y
misantrópica de la que nunca se recuperó.

Años después, en la soledad del poder, además de padecer manías de persecución
vengativa lo acosaban diabluras de comediante de las cuales hizo víctimas a muchos paraguayos.

Consideraba “tapes” a sus compatriotas y los despreciaba tanto como a los extranjeros. En el marco de una de esas diabluras de comediantes a las que me he referido, cierta vez
quiso que se creyera que tenía doble vista, que podía ver lo que otros no veían.

“Estancias de la patria”

Inventó para ello un juego del que hizo víctima a un peón de una de las “estancias de la
patria”. En dichos lugares, mezclados unos con otros como si fueran especies similares, se criaban el ganado y el hombre.

Los hombres servían para cuidar las vacas y para conducirlas en tropas donde fuese necesario. Eran gente que valían menos que el ganado y muchos de ellos nacían y morían sin haber salido jamás de esos lugares donde convivían con las bestias.

Los animales, a su vez, servían para el consumo popular y para envolver con sus pieles la yerba mate, de la cual Francia era el exclusivo negociante No sólo las “estancias de la
patria” sino el Paraguay entero, de donde nadie salía y a donde nadie entraba, eran feudos de Francia, tirano que suprimió el pensamiento de los paraguayos y estableció el espionaje entre las personas como una ley de cumplimiento obligatorio.

Fue con ánimo de divertirse que una vez mandó que algún peón que jamás había venido a
Asunción lo hiciera trayendo veinticinco vacas “de carne gorda y pelo hosco”.

Por el camino, el peón se encontró con uno que le pidió le hiciera el favor de llevar una vaca blanca hasta cierto punto y entregarla a alguien que lo estaría esperando. No faltó quien prestara declaración testimonial ante la policía de Asunción diciendo que habían visto a fulano arreando veinticinco novillos y una vaca blanca.

Francia ordenó que en cuanto el arreador llegara a la Recoleta (donde entonces estaban los corrales de abasto) fuera detenido e incomunicado hasta nueva orden. La vaca blanca ya no estaba. Había sido entregada a la persona que al arreador se le indicó. El juego del espejo Francia lo hizo llamar, y lo interrogó.

- ¿Eran veinticinco los hoscos?

- Sí, señor.

- ¿Nada más que veinticinco?

- Nada más.

Francia, clavando en el infeliz su mirada, se movió enérgicamente hacia la derecha y a
los gritos le preguntó:

-¿Y aquella vaca blanca?

El paisano, quien en su vida había visto un espejo, giró la vista hacia donde apuntaba el
índice del Dictador de hierro, pero no vio ninguna vaca blanca.

Sólo el espejo en el cual él se veía reproducido de cuerpo entero.

Se arrodilló, pidió perdón y Francia lo “perdonó”. Apuntando de nuevo su dedo hacia el
espejo, le dijo:

¡Cuidado! Otra vez que yo pregunte hay que decírmelo todo.

Porque yo, por ese espejo, lo veo todo.

El peón salió con orden de no hablar con nadie y de volverse derecho y en silencio al
lugar de donde había venido.

Recién en la estancia contó, todavía temblando, lo que le había ocurrido en Asunción.

Todos al oírlo le dijeron a coro y en alta voz:

¡Estuviste con Dios!

Y se hincaron, rezaron y pidieron al Todopoderoso que estaba en Asunción que les perdonara sus pecados.

(*) Periodista, escritor, historiador.

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