Comemos alimentos crudos y cocidos, pero raramente vivos. Y esto no significa engullir un ser con el corazón palpitante o un pez que aún boquea por oxígeno, lo que sería muy chocante, francamente. En cambio, la alimentación viva o fermentada tiene que ver con el trabajo de millones de microorganismos unicelulares que en los siglos XIX y XX nos enseñaron a despreciar con fervor: las bacterias.

Solemos asociar las bacterias con enfermedades terribles y, por eso, nos obsesionamos con todo lo que pueda eliminarlas, sin tener en cuenta de que nuestra salud también puede depender de ellas.

Tenemos diez veces más bacterias que células. Y por cada gen humano, tenemos 300 genes de microbios. Hay 9 millones de genes bacterianos en nuestro cuerpo. Y no podríamos digerir alimentos sin su colaboración, por ejemplo.

Su función es tan importante que a la microbiota, como se llama el conjunto de más de mil bacterias que habitan en nuestro intestino, se lo considera “un nuevo órgano porque tiene muchísimas funciones”, dice María Cecilia Ponce, nutricionista y especialista en nutrigenómica.

“Esa gran comunidad de microorganismos intestinales convive en cierto equilibrio. Y nos va a ayudar a mantener la salud. Principalmente, van a estar muy relacionados con los procesos cardio-metabólicos, con enfermedades de tipo degenerativas, con todos los trastornos que tienen que ver con la inflamación crónica (principalmente, las cardiovasculares), la obesidad, problemas neurológicos, dermatológicos...

“O sea, que mantener la salud intestinal es fundamental para mantener un equilibrio en la microbiota”, agrega Ponce.

La especialista dice que la microbiota nos permite sintetizar vitaminas, genera neurotransmisores, e influye en el sistema inmunológico. “Son las bacterias intestinales las que educan y apoyan al sistema inmune”, advierte.

“Depende del tipo de microbiota intestinal que tengamos si vamos a absorber más o menos grasas o hidratos de carbono”, agrega.

Y, sin embargo, el ser humano se ha ensañado con sus propias bacterias, acaso sin saberlo, a través de varios procesos. Uno, muy claro, tiene que ver con el consumo de alimentos industrializados. La dieta moderna –dominada por el exceso de azúcar, grasas saturadas y harinas– también ha influido en su deterioro.

Y algunas ventajas de la vida contemporánea, como la red de agua potable (que viene con cloro) y el uso de antibióticos y de corticoides, han logrado también el efecto paradójico –y no buscado– de modificar el equilibrio de la flora intestinal. O, como se dice en la jerga médica, ponerla en disbiosis.

Restaurar el equilibrio perdido es una de los objetivos de la medicina preventiva moderna. Y aquí es donde entran a jugar los alimentos vivos o fermentados, un proceso que –por suerte– se puede transitar con bastante placer: no hay nada mejor que comer rico y ayudar a optimizar la salud.

Antes y después de la heladera. Que tengamos el impulso de acudir a la heladera apenas cruzamos el umbral de la casa, nos puede parecer algo normal. Pero la humanidad no evolucionó conservando sus alimentos en frío y, mucho menos, las temperaturas bajo cero que nos regala el freezer. Y eso tuvo una consecuencia sutil en nuestra salud: dejamos de preservar los alimentos como se hacía antaño, lo que venía con un bonus track: estaban llenos de probióticos.

Los probióticos son bacterias y levaduras que nos ayudarán a restaurar ese equilibrio perdido de la microbiota. Y estos, si no vienen en cápsulas, como sucede en países como los Estados Unidos, vendrán de la mano de los alimentos que han sido fermentados.

“La relación del ser humano con el alimento fermentado tiene miles de años”, dice Alex von Foerster, uno de los gurús de la alimentación saludable del país. La fermentación, dice el diccionario, es justamente el proceso bioquímico por el cual una materia se transforma en otra. Y eso sucede por acción de las bacterias.

“Los egipcios ya trabajaban con masa madre. Hay registros de los romanos comiendo chucrut”, cuenta.

Y hay otro dato: hay alimentos fermentados en todo el mundo. Hasta en Islandia, donde hace frío todo el año, el plato nacional es el hákarl, un tiburón que ha sido fermentado durante meses para que las buenas bacterias terminen dominando a las malas bacterias producidas durante la putrefacción.

Todo grupo de alimentos se puede fermentar, aunque no hace falta llegar a extremos que nos pueden parecer desagradables.

El queso, el chucrut y hasta el salame son alimentos fermentados. También el pan, la cerveza, el vino. Y cosas más sofisticadas como el miso, el tempeh, el natto, alimentos que los japoneses llevan en su corazón. Y ni que hablar del kimchi, el plato nacional de Corea, declarado patrimonio cultural por la Unesco. Para cualquier familia coreana, hacer kimchi es un rito: se prepara una vez, dura todo el año y se come con cada comida. Los pueblos del Cáucaso, conocidos por su longevidad, nos han regalado el yogur, que conocemos todos, y el kefir, que se prepara inoculando un fermento en leche de vaca, cabra o de oveja. También hay una variedad que se hace con agua.

Por definición, la fermentación es un proceso que se realiza de forma casera, ya que el código alimentario, al menos en la Argentina, exige que todos los productos estén pasteurizados. Por lo tanto, cocinar parece ser la mejor respuesta para cuidar la salud y sus bichitos.

La transformación. Para fermentar hay que crear un “entorno” adecuado, en el que jugan varios factores, según el proceso que se quiera hacer. El entorno puede estar dado por el líquido, la temperatura, la falta de oxígeno, la salinidad y el ph (índice de acidez), por ejemplo.

“Siempre estás generando un entorno específico en el cual las bacterias y levaduras transforman el alimento. Lo transforman en todo sentido: a nivel sabor, desde los olores del ambiente, las texturas, el ph del medio. La fermentación es una transformación –indica Von Foerster–. A partir de la acción de las bacterias, se produce ácido láctico y otras sustancias que conservan y preservan el alimento, sin dejar entrar a los patógenos (agentes que pueden producir una enfermedad).”

Von Foerster cuenta también que la fermentación es util para transformar ciertos alimentos como legumbres y cereales antes de comerlos, aunque con el proceso de hervor, después, pierdan todas las bacterias que se habían adquirido.

Fermentar es seguro y sencillo, dice Von Foerster, sobre todo si se trata de verduras o bebidas. El queso o las carnes demandan un proceso más complicado, en el que se puede dar el botulismo.

Antes de hacer un chucrut, se debe enjuagar con agua hirviendo el recipiente en el que se realizará la fermentación y colocarlo a secar boca abajo sobre un papel de cocina. Por su puesto, hay que velar por la higiene de todo el ambiente y de las manos, como en cualquier proceso.

“La fermentación casera es súper segura cuando está bien hecha. Vos podés comer una mayonesa en mal estado y te agarrás una salmonella”, dice von Foerster.

Probióticos y prebióticos. Así como están los probióticos en los alimentos fermentados, también están los prebióticos, que son los que les dan de comer a las bacterias buenas. El prebiótico atraviesa el intestino sin ser digerido, llega al colon y ahí nuestros invisibles habitantes lo colonizan y terminan haciéndose un festín. Por eso, son excelentes las fibras vegetales.

Siempre hay que tener en cuenta la calidad de los alimentos y la cantidad de probióticos que se consuman. No recuperaremos el equilibrio de la microbiota con una ingesta esporádica de chucrut ni tomando litros de kombucha.

“Lo más importante es la variedad y la constancia, no tanto la cantidad. Un poquito de kefir y de otras cosas es más importante que tomarte dos litros de kefir de golpe”, dice Von Foerster. Y como distintos productos tienen distintas combinaciones de bacterias y levaduras saludables, tambiénes bueno comer diferentes alimentos fermentados.

Ponce señala que “primero hay que hacer una educación alimentaria, ir aconsejando a cada paciente en una alimentación más equilibrada, disminuir los alimentos tóxicos de la microbiota. Y, recién entonces, se empieza a repoblar el intestino de forma natural”.

“Y así agregamos los alimentos fermentados, que tiene que ser de forma moderada para prevenir síntomas gastrointestinales. Por ejemplo: puede ser medio vasito de kefir de agua o media porción de chucrut”.

Receta 1: Kombucha

Para tomar: Kombucha.
El origen de esta bebida levemente efervescente es incierto. Pero se toma en todo el mundo y se comercializa en varios países, incluyendo el nuestro. Es muy fácil de hacer. Se necesita un SCOBY (literalmente: Symbiotic Colony of Bacteria and Yeast), que es una especie de cosa gelatinosa donde habitan las bacterias y levaduras que colonizarán la bebida. Acá también le dicen “el hongo”. Hay que colocar el SCOBY en un litro de té verde o negro, endulzado con azúcar negra o de mascabo. Luego, se necesita esperar siete u ocho días y el brebaje estará listo. Cuanto más viejo es el SCOBY, mejor. Este se reproduce muy fácilmente, así que la mejor manera de hacer kombucha es que un amigo te regale un pedacito. Muy sabroso.

Receta 2: chucrut sobre pan con masa madre

Un snack: chucrut.
La masa madre ha fermentado este pan de centeno. Y se lo combina con pepino fermentado y chucrut. El chucrut es súper fácil de hacer. Hay que masajear un repollo con sal hasta que comience a soltar su jugo. Una vez realizado este paso, se lo coloca en un frasco previamente esterilizado. La clave es que el repollo quede completamente sumergido en esta solución salina y no esté en contacto con el aire, de manera que no se oxide ni contamine. Para ello, hay que colocarle un peso encima. La sal y la temperatura son las que regularán la fermentación. Por lo tanto, en verano hay que usar más sal y en invierno, lo contrario. Se deja estacionar unos 12 días y luego estará listo para comer. Puede durar meses en la heladera.

Receta 3: Kimchi

Kimchi, para acompañar una comida.
El kimchi es el plato nacional de Corea. Y todos lo llevan en el corazón, ya que lo comen obligatoriamente en todas las comidas. Pero tiene sus fanáticos en Occidente. En Corea se hace en vasijas especiales. La materia prima es el acusai, que ahora se consigue en todos lados. Hay que sumergir el acusai en una solución salada (como el chucrut: todo tiene que quedar debajo del líquido) unas ocho a diez horas. Luego se cuela, pero se conserva el líquido. Y se prepara un aderezo en base de harina de arroz, cebollita cortada, ajo, jengibre, pimienta de cayena o salsa de pescado. Se lo mezcla con mucho cuidado y se mete el menjunje en una vasija con el líquido original. Puede estar así varios meses hasta el momento de comer.

Receta 4: Kefir de agua

Kefir de agua: un refresco.
El kefir de agua ahora empieza a aparecer en muchas dietéticas. Pero es muy fácil de hacer . Lo que se necesitan son los nódulos de kefir, que si no te los da un amigo, se compran deshidratados. Hay que colocar tres cucharadas de azúcar en un litro de agua junto a trés cucharadas de nódulos hidratados. Para saborizar, se utilizan dos o tres frutas secas: higos, dátiles, pasas de uva y medio limón. Es a elección. Se revuelve todo con una cuchara de madera. Se tapa flojamente durante dos días. Y se cuela. Los nódulos se reproducen como conejos y se guardan en la heladera. La bebida colada también.

Receta 5: Kefir de leche

Kefir de leche: nutritivo.
Quién dijo que el yogur era la única forma de consumir una leche fermentada? Esta es una de las bebidas más antiguas de la humanidad. Se necesitan los nódulos de kefir de leche (son distintos a los de agua), que tienen una forma esponjosa y un aspecto de coliflor. Es muy sencillo: hay que sumergir los nódulos en un litro de leche. Pero, en lo posible, tiene que tratarse de una leche de muy buena calidad. El frasco se tapa apenas y se deja a los nódulos trabajar durante 24 horas a temperatura ambiente. Si hace mucho calor, el tiempo será menor. Y luego, se cuela el kefir, se recuperan los nódulos y a la heladera.

Receta 6: Queso de castañas

Queso de castañas: otro snack.
La avena que se usó para hacer la galleta ha sido transformada mediante la fermentación para eliminar los antinutrientes, en este caso, con suero. Se lo untó con un queso de castaña de cajú, que también fue fermentado, aunque con kefir de agua. Para elaborar el queso vegetal, primero hubo que activar las castañas (nunca se prepara un queso o una leche a partir de frutos secos sin realizar este paso). Activar es simplemente sumergir por unas 10 a 12 de horas el producto, como se hace con los garbanzos o los frijoles. Luego, ese líquido se tira, ya que contendrá sustancias tóxicas naturales. Y, después, se mezcla una tasa de castañas molidas con dos cucharadas de kefir y media tasa de agua. Licuar y listo.


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