Vidal Mario es conocido por revisar la historia, campo en que también ha analizado, desde la perspectiva de la lógica y del sentido común, pasajes bíblicos considerados historias verídicas. En este cuento, extraído de su libro autobiográfico “50 años a pura letra”, ofrece pistas sobre por qué la historia de la huida a Egipto de José, María y el entonces niño Jesús no pudo haber sido posible.
¡María, despierta!
¡Qué pasa, José!
¡Tenemos que huir ahora mismo!
¿Huir? ¿Por qué?
Herodes busca al niño para matarlo.
¿A nuestro Jesús?
Si, a él.
¿Por qué?
Cree que cuando sea grande le va a sacar el trono.
¿Quién te dijo semejante cosa?
Gabriel.
¿Quién es ese?
Un ángel del Señor
¿Anduvo por acá?
Se me apareció en sueños.
¿Estuviste bebiendo, vos?
No, te digo que me habló en sueños.
¿Qué te dijo?
“Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto, y permanece allí hasta que yo te avise”.
Pero, ¿él sabe lo lejos que está Egipto? ¡Está como a doscientos kilómetros de acá!
Igual tenemos que irnos.
¿Cómo?
No sé.
¿Cómo que no sabes? Tú estás ya viejo, yo me estoy recuperando de un parto, nuestro niño es un bebé. ¿Cómo pretende el Señor que nos levantemos como un resorte, que dejemos nuestra casa y que sólo con lo puesto atravesemos el desierto?
Él así lo quiere.
¿Y la carpintería, y los trabajos que en estos días te han encargado?
Cuando regresemos, les diré que tuve que irme del pueblo por mandato del Señor.
José, no conocemos a nadie en Egipto, donde no nos quieren y encima son todos paganos. ¿De qué vamos a vivir allá?
Dios proveerá.
¿Y la comida y el agua para nosotros y el burro? Supongo que no iremos caminando.
Dios proveerá, te dije.
¿Por qué no le pides a ese ángel que nos lleve él? En minutos estaríamos en Egipto. Ya lo hizo una vez.
¿Cuándo?
Cuando lo agarró de los pelos al profeta Habacuc y lo llevó a Babilonia para que le lleve un plato de guiso a Daniel, ese siervo del Señor al que Nabucodonosor había tirado a un pozo lleno de leones. Los leones no tenían hambre y no querían comerlo a Daniel, pero él sí tenía hambre. Esto lo contó el propio Daniel en su libro.
No leí ese libro, y no voy a pedirle al ángel que nos lleve, porque nosotros somos tres.
Entonces, habla con el Señor. Él tiene poder para evitar que pasemos por semejante martirio que sería cruzar un desierto con un bebé a cuesta. Él se le podría aparecer en sueños a Herodes y decirle que, si intenta matar a Jesús, morirá.
¿Quién eres tú, mujer, para juzgar lo que el Creador del Universo podría o no hacer?
Una vez ya hizo eso.
¿Cuándo?
Cuando Abraham, que ya tenía como cien años, y su mujer, Sara, de noventa años, fueron a Gerar. ¿Tampoco leíste eso?
No, soy carpintero y tengo mucho trabajo, no tengo tiempo para andar leyendo libros.
Te cuento: Abimelec, así se llamaba el rey de Gerar, hizo traer a la vieja Sara para tener sexo con ella. Dios se le apareció en sueños y le dijo: “Vas a morir, porque la mujer que tomaste es casada”.
Pero, María, ese rey seguro que tenía a su disposición un harén lleno de jóvenes y bellas mujeres. ¿Cómo iba a querer tener sexo con una vieja de por lo menos noventa años?
Son cosas que pueden ocurrir, José.
¡Bueno, ya perdimos mucho tiempo en parlas, María! Tenemos que irnos ya. Lo único que lamento es que otros inocentes van a morir por culpa de nuestra huida.
¿Por qué?
Porque después que el ángel habló conmigo en sueños, hizo lo mismo con esos árabes que le trajeron oro, incienso y mirra a nuestro niño. Les dijo que no vuelvan a lo de Herodes, sino que regresen a su tierra tomando un camino distinto.
¿Y?
Y ya sabes lo que es ese loco de Herodes. Se va a enfurecer, y es muy capaz de hacer matar a todos los niños de la edad de nuestro hijo que sus soldados encuentren por aquí y alrededores.
¿Me estás diciendo que muchos niños van a morir a cuchillo y espada sólo porque nosotros vamos a Egipto?
Así sería.
¿Y por qué el Señor, que se supone que todo lo puede, no impediría tan cruel matanza de inocentes?
María, me recuerdas a tu padre Joaquín, que vive haciendo preguntas difíciles de contestar.
Es que estoy indignada. No entiendo esto de hacernos levantar en plena noche, de lo bien que estábamos durmiendo, para hacernos atravesar un desierto. Para bien nuestro y del bebé, ¿no sería mejor que el Señor envíe a su ángel a decirle a Herodes que si intenta matar a algunos de los niños de acá, el que morirá será él?
María, te sobrepasas y nos pones en peligro. No hagamos enojar al Señor. ¿Acaso olvidaste que echó del Paraíso a Adán y Eva porque le desobedecieron, y que mató en el desierto a todos los que había sacado de Egipto sólo porque murmuraron contra él?
No me olvido, pero tú tampoco olvides que una vez mandó a un ángel a decirle a Abraham, quien había atado a su hijo y estaba ya a punto de matarlo por orden suya, “no levantes la mano sobre el niño, ahora sé que me temes porque no me has negado ni siquiera la vida de tu propio hijo”.
Eso sí lo leí. Está en Génesis.
¿Y por qué el Señor, que salvó a Isaac, ahora no haría nada para también salvar a estos otros niños que, inocentes como aquel hijo de Abraham, no hallarían sin embargo piedad a la hora de la muerte? ¿Acaso al Señor sólo le importa la vida de Jesús?
Lo que pasa, María, es que es más fácil que el cielo y la tierra dejen de existir que dejen de cumplirse las profecías. El Señor es rehén de sus propias profecías y no puede evitar que una de ellas se cumpla.
¿Cuál?
“Se oyó una voz en Ramá, llantos amargos y grandes lamentos. Era Raquel, que lloraba por sus hijos y no quería ser consolada, porque ya estaban muertos”.
¿Qué tiene que ver esa profecía con nosotros? Habla de Ramá, que está en Judea, y nosotros somos de Galilea y vivimos en Galilea.
La verdad, no tuve en cuenta ese detalle.
Volviendo a nuestro viaje, José, para cruzar el desierto haría falta una caravana conducida por guías experimentados, y nosotros ni vamos en caravana ni tenemos guía, ni sabemos el camino. ¿Puedes explicarme cómo llegaremos a Egipto?
Le voy a pedir al Señor que vaya al frente de nosotros, de día en una columna de nube para guiarnos por el camino, y de noche en una columna de fuego para iluminarnos. Así lo hizo con todos los que, con grandes prodigios, sacó de Egipto.
José, te recuerdo que a esos judíos sacados de Egipto no les sirvió de nada ni la columna de nube ni la columna de fuego, porque ni siquiera Moisés vio la tierra prometida. El Señor los hizo vagar cuarenta años por el desierto a la espera de que todos mueran y que sus cuerpos queden tendidos en la ardiente arena.
¡Bueno, vámonos, no sea que venga otra vez el ángel a pedirnos cuentas de por qué todavía estamos aquí!
Marchemos entonces, José. Y que el Señor esté con nosotros.
Marchemos, María. Un largo desierto nos espera.