No es sólo lo caminado. Es haber tenido los ojos abiertos. En casi todos los países del continente americano hoy se celebra el Día del Médico. Porque ese día de 1833 nacía en Cuba, el artífice de la curación de la fiebre amarilla: el Dr. Carlos Finlay.
Recordemos que en enero de 1871, un terrible flagelo azotó Buenos Aires. Una epidemia de fiebre amarilla se abatía sobre la ciudad.

Lo más penoso, es que se ignoraba el origen del terrible mal y por ello se dificultaba la tarea de combatirlo y, peor aún, de erradicarlo.

Era una enfermedad desconcertante, enigmática y hasta se contradecía en sus manifestaciones y efectos.

Enfermaba, por ejemplo, a un solo miembro de una familia; en otros casos, en un barrio, atacaba a los de una sola vereda.

Finlay detectó que los focos principales estaban en las tierras bajas y en los puertos.

Y cosa curiosa. No había un solo enfermo en lugares de más de 1.300 metros de altitud. También notó que los glóbulos rojos de los afectados, permanecían intactos. Dedujo, que un agente externo penetraba en el torrente circulatorio del enfermo, extraía de su sangre la causa activa de su mal y luego la inoculaba en una nueva víctima.

Concluyó acertadamente, que el agente transmisor debía ser un mosquito.

Entonces, atrapó y clasificó cientos de mosquitos, hasta que por eliminación quedó uno solamente: el hoy llamado Aedes Aegyptis.

Y llegaron los halagos. Francia le otorgó la Legión de Honor.

Finlay entendió que no existía el contagio en la fiebre amarilla, sino, solamente que la picadura del mosquito, podía trasmitirlo de una persona a otra.

En 1909, con 73 años, el científico se retiró a la vida privada. Su salud declinaba. Una evidente tartamudez -secuela de una enfermedad infantil- lo torturaba.

Había vivido una vida con ideales, que es un ideal de vida.

Por eso pudo comprender que un solo brote de verdad, justificaba arar un desierto.

Y un 20 de agosto de 1915, tras progresivos quebrantos de salud, moría el Dr. Carlos Finlay.

Honró a Cuba, su patria, a la medicina y a los seres humanos, por su auténtica modestia.

Su vida y su circunstancia me traen este aforismo que escribí como pequeño homenaje a sus valores espirituales.


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